Un tratado sobre la
historia de las drogas sería tan largo como cualquier libro de historia
universal, al fin y al cabo las sustancias estupefacientes nos llevan
acompañando desde el principio de los siglos y, den las vueltas que den,
seguirán recorriendo el mismo camino que el ser humano hasta que este corra la
misma suerte que los dinosaurios. Estudiar las drogas es, por tanto, aprender a
conocernos más en todos los sentidos. Por una parte, podemos mirar hacia dentro
y en busca de las razones que mueven al ser humano a tener determinados comportamientos,
podemos indagar en sus sueños, en sus anhelos, en sus frustraciones, podemos
saber de lo que huimos. Pero también hay una mirada exterior que nos muestra
qué sustancias se consumen, cuándo o a qué edades, y con ella tendríamos un
perfecto mapa socioeconómico.
La España de los 70 y 80 nadaba entre dos aguas,
una que no terminaba de irse y otra que llamaba a la puerta. En las periferias
de las ciudades se notaba esa contradicción: una realidad que no colmaba las
esperanzas que se habían depositado en ella, unas reconversiones industriales
que expulsaban a los arrabales a los que perdieron esa batalla. La heroína, la
droga de los pobres, diezmó una generación. Parecía que habíamos aprendido
porque fue desapareciendo de las calles, pero no. Su desaparición, como la de
los coches viejos o los sextos sin ascensor, fue un espejismo paralelo a la burbuja
inmobiliaria. Cambio de coche, cambio de casa, cambio de droga; la heroína era
cosa de antes, de cuando no podíamos. Si en lo demás estamos viajando al
pasado, en esto no iba a ser diferente, el caballo ha vuelto. Aún despacio,
pero para quedarse, porque convive perfectamente con el paisaje que se avecina.
Existe una droga,
sin embargo, que es natural y que aprieta a quien se engancha: las ganas de
ganar. El Atleti estaba desenganchado de ella, hasta que un camello, el Cholo
Simeone, se acercó al patio de este colegio y la dio a probar. Desde entonces
sus pupilos no paran de pedirla. Llevaban, eso sí, tres partidos de abstinencia
y eso les dejó a las puertas del ‘mono’. El Real Valladolid, incauto, se acercó
por su casa y en cuatro minutos calmaron el ansia. No hubo más, 240 segundos,
lo que se tarda en preparar un bocadillo, fue suficiente para que los
rojiblancos tomaran su dosis y para que el Pucela se sintiera como un
provinciano Paco Martínez Soria cruzando la Gran Vía, sin saber hacia dónde
mirar, ni cómo defenderse, porque el ruido venía de todas partes.
Buena parte de ese
ruido lo emitía Diego Costa, lo que muestra que el provincianismo tiene dos
vertientes, puede que los paletos nos perdamos en la capital y miremos
acomplejados, pero los capitalinos, creyéndose en lo alto de la cumbre,
desprecian lo que se les escapa de la vista. Descubren ahora a Diego Costa,
dicen de él, sorprendidos, lo que llevábamos sabiendo nosotros más de cinco
años. En fin, que la cosa duró cuatro minutos.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 16-02-2014
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