domingo, 8 de noviembre de 2015

TERCER PRINCIPIO


Fue Isaac Newton el que, con su Principio de acción y reacción, dotó de marco teórico a aquello que ya se intuía: «Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria». Bien es cierto que el genio ciñó este postulado al campo de la física, donde además, acción y reacción se producen a la par. Podría haber extendido, sin riesgo a equivocarse, este principio a cualquier otro ámbito y seguiría siendo igualmente válido. Casi nada sucede por que sí, lo que ocurre viene precedido de otros hechos que propiciaron el que se produjese. Dirigir cualquier operación obliga, por tanto, a conocer las previsibles consecuencias de las decisiones que se tomen, a no dar un paso sin tener claro cuáles pueden ser los siguientes. Solo los ingenuos pueden ponerse a diseñar planes sin tener presente la reacción de los que se les oponen; solo ellos se escandalizan cuando dicha reacción entorpece o anula el desarrollo de lo que habían diseñado. Bueno, los ingenuos y los que son tan torpes como para creer que sus planes son tan, pero tan maravillosos que nadie se opondrá a ellos, que la ‘ciudadanía’ caerá rendida a sus pies mientras canta aleluyas.

Pero no, a toda acción prosigue un intento de, al menos, igual intensidad y sentido contrario cuyo objetivo es que la acción no cuaje.
Por eso mismo, porque no tengo ni por torpe ni por ingenuo a Miguel Ángel Portugal, me sorprendió el partido que realizó el Real Valladolid. El banquillo blanquivioleta mostró una mezcla de ingenuidad, candidez y torpeza, la agitó en una coctelera y la sirvió para gusto y deleite de un Leganés que no propuso más que lo que el propio Pucela causó. Vamos por partes, la primera mitad fue una de tantas, casi nada reseñable, pero transmitía la sensación de que los locales iban un paso por delante. Apenas ocurrían cosas y las que ocurrían apuntaban en la dirección vallisoletana. O sea, que de haber un golpe de fortuna, sería previsible que cayese de este lado, y cayó en el último segundo. Con ese guion lo razonable parecía persistir en la segunda mitad; mas hete aquí que el Valladolid salió dispuesto a resistir a no se sabe qué, porque los madrileños no habían dado síntomas de querer (o saber, o poder) atacar. Claro, si tú -causa- te defiendes, alguien habrá -consecuencia- que te ataque. Y así ocurrió. Podríamos haber pensado que el orden de los factores fue el inverso, a ellos les dio por atacar, a nosotros nos tocó defendernos; podríamos, incluso, pensar que era parte de una estrategia preconcebida, damos un paso hacia atrás para poder contraatacar y pillarlos en bragas. Pero no, primero Kepa y poco después el propio Portugal nos explicaron que el repliegue anímico fue una decisión preconcebida. Con medio partido por delante, el portero dejaba correr el tiempo antes de sacar; al poco, el entrenador retira un atacante para dar paso a un centrocampista. La sucesión de consecuencias fue la obvia: se propone un ritmo mortecino, se contagia todo el grupo, se recula, el rival se encuentra con el portón abierto y empieza a creer más de lo que creía. Si además, vaya día, Portugal no ve lo evidente -a Mojica, desde el minuto sesenta, no le daba el fuelle ni para trotar- terminamos de cerrar el círculo de lo previsible: con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria: a todo plan timorato ocurre siempre otro, que sin necesidad de ser valiente, lo derrumba.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 08-11-2015

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