domingo, 29 de enero de 2017

LA MALDITA ETIQUETA

Saltaba. Cerraba el puño y agitaba el brazo. Se mostraba exultante y no era para menos. Había llegado ese momento que tanto había ansiado, ese instante con el que había fantaseado una y otra vez pero que el destino le hurtaba: el trance colectivo del que solo él tiene la llave para salir y él, transmutado en superhéroe, evita el apuro provocando un giro en el guion para que la película tenga un final feliz. Pau Torres, en el último segundo, había logrado salvar dos puntos para su equipo cuando ya se daban por perdidos. Ahora, exultante, saltaba, cerraba el puño y agitaba el brazo en un gesto de reivindicación propia y ante sus compañeros. El tiempo, y más en el fútbol, es relativo. Para el que juega con frecuencia, dos años pueden pasar sin apenas percibirlos; pero si no es el caso, si el banquillo se ha convertido en tu hábitat, ese mismo intervalo se convierte en eterno. Cuando no juegas, las semanas son interminables y caen como losas. Se te añade, además, una etiqueta: suplente. Estás ahí solo por si acaso y terminas percibiendo que los demás te miran así; no eres uno más, eres, simplemente, el suplente. Mucho peor si encima eres portero. Intuyes que la única forma de revertir la situación pasa por que tu compañero lo haga mal o se lesione. Tu bien, que tus anhelos se cumplan, procede del fracaso colectivo de tu grupo, del daño individual de tu compañero. No quieres verlo así pero a veces la tentación te vence y te sientes mala persona.


Sin embargo, de repente, un día eso ocurre y te conviertes en protagonista. Hasta tú dudas de ti mismo. Pero además, sobre todo, hueles la desconfianza. Tus compañeros te han visto entrenar, saben que lo puedes hacer bien, pero nunca han sido disparados con fuego real contigo de parapeto. Palpas el remusguillo en sus estómagos. La afición es otra cosa, ellos no saben nada de ti. Todo lo más recuerdan que provienes de otro equipo en el que también eras suplente. Aunque esté callada percibes el sonido del miedo. Te miran como a un extraño, un intruso del que no saben lo que pueden esperar pero eres consciente de que en el fondo piensan que si has sido suplente será por algo. Y tiemblan cuando el balón merodea por tu área. Para más inri, en tu primer partido en casa, el primer disparo a puerta acaba en gol. Poco pudiste hacer, pero el hecho está ahí y no contribuye a reforzar nada, ni ante ti, ni ante tu grupo ni, por supuesto, ante tu afición. Piensas, te reconcomes, intervienes bien cuando se te requiere, pero el equipo sigue perdiendo. Pareces transparente, nadie lo ha tenido en cuenta. Sin embargo el momento se aproxima. Las cosas han cambiado, tu equipo ha conseguido remontar y ahora va ganando. El rival se envalentona y busca la igualada, aprieta, atosiga, se acerca. Los tuyos se defienden, miran el reloj, esperan que llegue el final sin que nada tuerza lo que tanto les ha costado conseguir. Y en esas, cuando el telón está a punto de bajar, un rival se enfrenta a ti. Solos tú y él. Él, además, cuenta con toda la ventaja. Pero ahí estás tú, te colocas la capa y apareces para evitar lo que parecía inevitable. Saltas, cierras el puño y agitas el brazo. De repente todo ha cambiado. Celebras por ti, por el equipo y por tu relación con ellos. Te has reivindicado, ahora ya formas parte de verdad, te sientes uno más, te has despegado esa maldita etiqueta. Para mirar a los ojos ya no tienes que elevar la vista. Ahora toca renovar el crédito, pero ya no partes de cero.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-01-2017

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